que ocupaban más lugar, como la lana de vicuña, cuero de varias clases, entre otros, 16.000 cueros de toros, con muchos otros bultos y cofres pertenecientes a los pasajeros que volvían con nosotros, y alrededor de treinta mil coronas en plata, que es la suma más grande que se permite llevar, para pagar todos los gastos necesarios que pueden ocurrir durante el viaje y abonar el barco. Pero después de hecha la visita, acabamos con el embarque de la plata que teníamos escondida, la cual, con el resto del cargamento, podría alcanzar alrededor de tres millones de libras.
Partimos de Buenos Aires en el mes de mayo de 1659, en compañía de un barco holandés, comandado por , que iba también ricamente cargado. Nos comprometió a que siguiéramos la ruta con él, porque su barco hacía agua y como este defecto aumentó con la prosecución del viaje, nos vimos obligados a entrar en la isla de Fernando de Noroña, a tres grados y medio al sur de la Línea. Resultó bueno para nosotros, tanto como para el holandés, que nos hubiéramos detenido aquí, porque habiéndosenos ocurrido, por temer lo peor, tomar una nueva provisión de agua dulce, comprobamos que la mayor parte de la que habíamos tomado en Buenos Aires se había derramado, y de cien barriles que creíamos que nos quedaban en nuestro almacén, no nos quedaban sino treinta: